
Lo primero que debe decirse sobre Stalin es que, al igual que Hitler, fue un loco; un loco asesino. Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el hambre. El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag) superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y, sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000 acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón, como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras, multiplicadas por dos o más por algunos historiadores.

Y entonces, ese mismo año, se embarcó en su gran operación política, máxima prueba de su falta de principios morales: se alió con Hitler, su enemigo jurado, para repartirse Polonia. La responsabilidad del inicio de la Segunda Guerra Mundial recae, por tanto, sobre ambos, aunque luego, al atacar Hitler a su aliado (que fue así; Stalin nunca rompió el acuerdo, aunque quizás solo por falta de previsión), pasara a la historia como el adalid del antifascismo y hasta fuera candidato al Premio Nobel de la Paz.
No vale la pena dar más datos sobre la catadura moral del personaje. Al igual que con su rival nazi, su personalidad es, en definitiva, lo de menos. Lo importante, lo que no deberíamos dejar de preguntarnos nunca, es cómo pudo aquel sistema poner a un monstruo de este calibre a su cabeza.
Toda la plana mayor de 1917-1923, protagonista del Octubre Rojo, había sido eliminada en 1939
La primera respuesta que se le ocurre a uno es similar a la del caso alemán: atribuirlo a la tradición rusa; en este caso, al zarismo, tiranía brutal como pocas (aunque su número de víctimas, comparado con el de los bolcheviques, sea cosa de niños). Estar dominados por un déspota caprichoso de quien se esperaba la solución de todos los males sociales era lo habitual para un ruso.
Pero hay otra respuesta, muy distinta, que creo más interesante: me refiero a la debilidad política de la teoría marxista, a la falta de precauciones ante los posibles abusos de los futuros dirigentes de la dictadura del proletariado, un tránsito obligado en el proceso de construcción del paraíso socialista. Karl Marx, tan penetrante en su crítica social, mostró una sorprendente ingenuidad política al subirse, sin más, al tren jacobino: solo importaba la toma del poder por el proletariado.
Cuando esto ocurriera, ¿por qué poner límites al gobierno del pueblo trabajador? No previó algo tan elemental como que los representantes del proletariado, al disponer del poder absoluto, pudieran usarlo en su propio beneficio. Tampoco lo previó Lenin, el verdadero artífice del sistema. Ni Trotski, uno de sus colaboradores más crueles, que sólo comenzó a criticarlo cuando fue desplazado del poder. Stalin no hizo sino perfeccionar el modelo montado por Lenin y Trotski...
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