"Toda su obra fue una especie de elegía por una civilización dispuesta a sumirse en un agujero negro tras sus días de esplendor. Toda su vida quedó marcada por su experiencia en el campo de concentración organizado por los japoneses para controlar a los extranjeros en Shanghai durante la Segunda Guerra Mundial."

Di unos cuantos paseos con James Graham Ballard. Unos pocos por Madrid, con ocasión de la presentación de alguno de sus libros. Otros, varios, por los alrededores de su casa en el 36 de Old Charlton Road, junto a los viejos estudios cinematográficos Shepperton. A veces me lo encontraba merodeando por los cubos de basura y los vertederos del barrio, un barrio muy cuidado, por otro lado, con sus casas alineadas y sus jardines delante y las pequeñas huertas detrás, esas huertas donde la isla sembró la agricultura consumida durante Segunda Guerra Mundial, un conflicto que James Graham Ballard no vivió en el Reino Unido sino en aquel abigarrado y cosmopolita Shanghai donde su padre representaba a una importante firma textil.
No siempre le reconocía fácilmente entre los cubos de la basura. Si no había una dama de por medio, Ballard se vestía con esa ropa gastada cuyas formas acunan los ángulos del cuerpo, y cuyos visos alumbran picos y codos. No siempre estaba claro si iba o venía de la basura. Era una composición de harapos con la mirada de un arrapiezo. Nunca perdió esa mirada fina y un poco ladeada. Yo le miraba de lejos y recordaba aquella línea parafraseada de Coleridge: «Uno siempre regresa a casa más triste y más sabio». Pero aquello no era su casa. Su casa seguía siendo aquel campo de concentración en Longhhua dictado por la invasión japonesa para el control de los extranjeros residentes en Shanghai. Y también recordaba a Juan García Hortelano hablándome de la guerra cuando él era un niño en Madrid: «Sin colegio y con toda la gente dedicada a sus cosas, un niño tenía la ciudad para él solo, envuelto en el peligro».
Nunca volvió a otra casa que a aquel Shanghai y aquel campo de concentración desde el que vio el resplandor del la bomba atómica. Allí aprendió un recuento de vivos y muertos en las calles y zanjas, de prisioneros, centinelas y guardianes, de soldados, de aviones inservibles, acogedores y simbólicos, de sables, fugas y cansancios. El mundo con toda su musculatura en estado de insomnio se puso al alcance de aquel niño prisionero que veinte años después escribió «El Imperio del Sol».
Ballard visitó el rodaje de la película en Shanghai y una tarde, rumiando incertidumbre y memoria en el porche de lo que fuera su casa casi solariega, dio con un chaval puesto en su ropa de infancia: «Señor Ballard, yo soy usted».
Nunca hubo para aquel niño otra cosa que aquel chaval al otro lado de la bomba y de la vida, salvo una especie de escala de Jacob en cuyos sueños ajustó cuentas con visiones y fantasmas. Escribió mucho antes y después de «El Imperio del Sol», introdujo en la ciencia- ficción planteamientos y emociones no demasiado habituales, y forzó los escenarios acostumbrados del género con varias combinaciones de una metafísica mezclada de poemas y costumbres.
Toda su obra, incluidas performances extravagantes, estrepitosas y lúcidas, persigue el perfil de una elegía por una civilización dispuesta en agujero negro al cabo de su esplendor, y husmea el rastro trazado en cualquier playa por la esperanza en un nuevo tipo de mujer, en una promesa de Renacimiento y renovada Ensoñación.
Su casa en Old Charlton Road era la de un escritor que vive solo, cuida de sus folios y olvida por los rincones sus emparedados. Coleccionaba copias de los cuadros de Delvaux destruidos en la guerra. Una de ellas colgaba en el salón, sobre cretonas y porcelanas desportilladas. Otras descansaban más escondidas. Ballard te las enseñaba, arrobado y perplejo, y luego se sentaba en silencio para transmitirte en su mirada de sobreviviente acuático todo el asombro que le suscitaba la epifanía de una belleza incombustible.
Terminó sus memorias —«Milagros de vida»— con casi dos años de ventaja sobre el cáncer de próstata del que ahora descansa, tal vez en La Bondad de las Mujeres de Delvaux, en sus espejos.
No siempre le reconocía fácilmente entre los cubos de la basura. Si no había una dama de por medio, Ballard se vestía con esa ropa gastada cuyas formas acunan los ángulos del cuerpo, y cuyos visos alumbran picos y codos. No siempre estaba claro si iba o venía de la basura. Era una composición de harapos con la mirada de un arrapiezo. Nunca perdió esa mirada fina y un poco ladeada. Yo le miraba de lejos y recordaba aquella línea parafraseada de Coleridge: «Uno siempre regresa a casa más triste y más sabio». Pero aquello no era su casa. Su casa seguía siendo aquel campo de concentración en Longhhua dictado por la invasión japonesa para el control de los extranjeros residentes en Shanghai. Y también recordaba a Juan García Hortelano hablándome de la guerra cuando él era un niño en Madrid: «Sin colegio y con toda la gente dedicada a sus cosas, un niño tenía la ciudad para él solo, envuelto en el peligro».
Nunca volvió a otra casa que a aquel Shanghai y aquel campo de concentración desde el que vio el resplandor del la bomba atómica. Allí aprendió un recuento de vivos y muertos en las calles y zanjas, de prisioneros, centinelas y guardianes, de soldados, de aviones inservibles, acogedores y simbólicos, de sables, fugas y cansancios. El mundo con toda su musculatura en estado de insomnio se puso al alcance de aquel niño prisionero que veinte años después escribió «El Imperio del Sol».
Ballard visitó el rodaje de la película en Shanghai y una tarde, rumiando incertidumbre y memoria en el porche de lo que fuera su casa casi solariega, dio con un chaval puesto en su ropa de infancia: «Señor Ballard, yo soy usted».
Nunca hubo para aquel niño otra cosa que aquel chaval al otro lado de la bomba y de la vida, salvo una especie de escala de Jacob en cuyos sueños ajustó cuentas con visiones y fantasmas. Escribió mucho antes y después de «El Imperio del Sol», introdujo en la ciencia- ficción planteamientos y emociones no demasiado habituales, y forzó los escenarios acostumbrados del género con varias combinaciones de una metafísica mezclada de poemas y costumbres.
Toda su obra, incluidas performances extravagantes, estrepitosas y lúcidas, persigue el perfil de una elegía por una civilización dispuesta en agujero negro al cabo de su esplendor, y husmea el rastro trazado en cualquier playa por la esperanza en un nuevo tipo de mujer, en una promesa de Renacimiento y renovada Ensoñación.
Su casa en Old Charlton Road era la de un escritor que vive solo, cuida de sus folios y olvida por los rincones sus emparedados. Coleccionaba copias de los cuadros de Delvaux destruidos en la guerra. Una de ellas colgaba en el salón, sobre cretonas y porcelanas desportilladas. Otras descansaban más escondidas. Ballard te las enseñaba, arrobado y perplejo, y luego se sentaba en silencio para transmitirte en su mirada de sobreviviente acuático todo el asombro que le suscitaba la epifanía de una belleza incombustible.
Terminó sus memorias —«Milagros de vida»— con casi dos años de ventaja sobre el cáncer de próstata del que ahora descansa, tal vez en La Bondad de las Mujeres de Delvaux, en sus espejos.
Fuente: ABC