Y eso es –precisamente- lo que sucedió a muchos paracaidistas norteamericanos, canadienses y británicos que, tras recibir durante meses un arduo entrenamiento que les convirtió en auténticas máquinas de matar, vieron frustrados sus deseos de conquista y fama debido a la mala suerte. La diosa fortuna hizo que muchos de ellos dieran con sus posaderas (tras un aterrizaje muy movido) en lugares tan inoportunos como campos de minas, gigantescas charcas en las que se ahogaron debido al peso que cargaban, o campanarios y árboles de los que se quedaron colgados.
Por desgracia, la valentía de muchos quedó parcialmente emborronada por los actos bárbaros de unos pocos. Y es que, mientras miles y miles de paracaidistas se dejaban la vida para expulsar a los germanos del norte de Francia, algunos de sus compañeros dieron rienda suelta a su sed de venganza matando a decenas de prisioneros alemanes que se habían rendido o, incluso, amputándoles dedos para poder robarles sus sortijas de casados.
Sus misiones eran de las más difíciles de la jornada. Para empezar, debían tomar varias cabezas de puente alemanas ubicadas tras la primera línea de defensa de la misma playa de Normandía. ¿El objetivo? Evitar que, cuando los nazis se percataran del guirigay que se había montado, enviasen a través de estas vías refuerzos para expulsar a los aliados. Una vez conquistada la zona, estarían obligados a defenderla hasta la muerte para no comprometer a sus compañeros. Por otro lado, algunos recibieron también la orden de destruir las posiciones de artillería nazis que, desde determinados puntos de retaguardia, podían dar más de un dolor de cabeza a los soldados que desembarcarían desde las lanchas aliadas.
«Estáis a punto de embarcar en la Gran Cruzada para la que nos hemos estado preparando estos meses. Los ojos del mundo están sobre vosotros. Las esperanzas y oraciones de los amantes de la libertad en todas partes marchan con vosotros. […] Conseguiréis destruir la maquinaria de guerra alemana». Esta fue una parte de la carta que, en las últimas horas del 5 de junio de 1944, leyeron todos los paracaidistas aliados antes de iniciar su vuelo hacia Normandía. Su autor era el Comandante en Jefe de las fuerzas combinadas Dwight D. Eisenhower, y la verdad es que fue parco en palabras. Apenas escribió un folio. Con todo, sus subordinados no necesitaron más y, tras impregnarse del mensaje, se dispusieron a caer sobre Francia.
Y eso, los que tuvieron la suerte de poder pisar tierra. Una «misión» que no pudieron cumplir decenas de paracaidistas que murieron en los mismos aeroplanos antes siquiera de poder arrojarse sobre tierras francesas. «Como volaban a una altitud de poco más de 300 metros, los aviones estaban al alcance del fuego de las baterías y las ametralladoras alemanas», explica Antony Beevor en su obra «El Día D. La batalla de Normandía».
La mayoría de los paracaidistas, no obstante, lograron salir de los aviones mediante un procedimiento que se haría famoso gracias a la serie «Hermanos de sangre». Una vez que el transporte alcanzaba la zona de lanzamiento, y tras cuatro minutos, la luz que había dentro de todos los aeroplanos se volvía verde. Esa era la señal para que los hombres en el interior se arrojasen en paracaídas. Las dos órdenes que todos escuchaban a continuación eran simples, pero determinantes: «¡Levantaos y enganchaos!» y «¡De pie junto a la puerta!». Después, cuando los transportes disminuían su velocidad a entre 145 y 175 kilómetros por hora, comenzaba la aventura.
No fueron pocos los que fallecieron durante el descenso, como bien explica Beevor en su obra: «Un hombre estalló literalmente durante el descenso. Tal vez porque una bala trazadora hiciera blanco en su granada Gammon».
Otra de las misiones más difíciles de cumplir para los paracaidistas fue caer en la zona que asignada. Y es que, los zarandeos de los aeroplanos y las continuas ráfagas enemigas provocaron que muchos miembros de las divisiones aerotransportadas no pudiesen evitar aterrizar en campos de minas o zonas anegadas.
Fueron cientos los paracaidistas que aterrizaron en una zona que no habían estudiado y de la que no sabían nada. La situación se complicó cuando se percataron de que no podían hacer ningún ruido para no llamar la atención de los germanos. Totalmente perdido, el capitán Anthony Windrum tiró por tierra todo su entrenamiento y, tras caer en un lugar desconocido, se limitó a plantarse en medio de una carretera (algo no demasiado aconsejable) y, como un motorista extraviado, encender su linterna para ver un poste de identificación cercano. Contravino todas las órdenes y podría haber muerto, sí, pero se orientó. Tuvo suerte.
Algo parecido le pasó a John Steele, del 505º Regimiento de la 82ª División Aerotransportada norteamericana. Este soldado tuvo tan mala fortuna que no pudo evitar que su paracaídas acabase colgado del campanario de la iglesia de Ste.-Mére-Église, un pueblo en el que se había iniciado una auténtica lucha a muerte entre nazis y aliados. El combatiente fue testigo de todo aquello desde su privilegiada posición, aunque sabía que podía morir en cualquier momento si alguien se percataba de que realmente estaba vivo.
«Intentó desasirse pero, sin saber cómo, su cuchillo cayó a la plaza. Steele decidió que su única esperanza pasaba por hacerse el muerto. Se hizo el muerto en sus arreos de manera tan real, que el teniente Willard Young, de la 82ª División, recordaría al cabo de los años al “paracaidista muerto que colgaba del campanario”. Permaneció en esa posición más de dos horas hasta que le hicieron prisionero los alemanes», determina el experto en su obra.
La brutalidad de los «paracas»
Quizá por todo ese desconcierto, quizá por el odio que se había generado en tono a los nazis durante años, los paracaidistas aliados no tuvieron piedad con los germanos una vez que se reunieron y empezaron a conquistar las posiciones enemigas.
«Se produjeron unos pocos casos de pillaje verdaderamente brutales», explica Beevor en su obra. Ejemplo de ello fue lo que le vio un oficial de la policía militar de la 101ª División Aerotransportada. «El comandante encontró el cadáver de un oficial alemán y observó que alguien le había cortado uno de sus dedos para robar su alianza matrimonial», destaca el autor.
Aunque esas prácticas estuvieron poco generalizadas, lo que sí hicieron un número mayor de paracaidistas fue acabar con la vida de decenas de prisioneros alemanes que se habían rendido.
En palabras del escritor anglosajón, un sargento del 508º Regimiento de Infantería Paracaidista no pudo evitar quedar horrorizado cuando vio que algunos de sus hombres habían cosido a cuchilladas a un grupo de alemanes para, posteriormente, seguir probando con sus cadáveres lo afiladas que estaban sus bayonetas.
Un soldado de la 101ª División Aerotransportada daba una explicación plausible en sus memorias del por qué se habían cometido esas atrocidades al recordar las múltiples ocasiones en las que había visto los cuerpos sin vida de sus compañeros con sus testículos mutilados en la boca. Su capitán dejó claro qué hacer tras vislumbrar aquella carnicería: «¡Que nadie se atreva a hacer ni un solo prisionero! ¡A esos bastardos se les pega un tiro!».
La brutalidad de algunos paracaidistas sorprendió incluso a sus compañeros. Un paracaidista citado en «El Día D: la batalla de Normandía» se quedó asombrado cuando (tras el salto) preguntó a uno de sus compañeros por qué diantres sus guantes no eran amarillos, sino rojos. La respuesta le dejó asqueado: «Le pregunté donde había encontrado esos guantes rojos y, tras rebuscar en uno de los bolsillos de su pantalón de salto, sacó una sarta de orejas. Había estado cortando orejas toda la noche y las había cosido a un viejo cordón de zapatos».
Algunos paracaidistas llegaron a perder la cabeza. Beevor narra en su obra una tensa situación que se vivió en plena noche tras el salto sobre Normandía, y que por poco acabó en tragedia. Al parecer, un teniente y un capellán se encontraban conversando con civiles franceses cuando se acercaron a ellos un grupo de paracaidistas de la 82ª División Aerotransportada (una docena). Estos escoltaban a varios prisioneros sumamente jóvenes a los que ordenaron tirarse al suelo. Cuando estaban a punto de fusilarles, los presentes persuadieron al oficial al mando de la unidad de que se detuviese. Se fue, sí. Pero al grito de «¡Vamos a buscar a algún alemán al que cargarnos!». La respuesta del capellán fue sincera: «Esos tíos se han vuelto locos».
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