Cuando aquella mañana del 9 de septiembre de 1942 el sargento especialista y aviador de la Armada Imperial japonesa Nobuo Fujita, de 31 años, trepaba a la carlinga de su aeroplano, con cierta dificultad, pues ceñía espada de samurái, era muy consciente de que estaba haciendo historia. Fujita estaba a punto de despegar para bombardear por primera vez desde un avión territorio continental de Estados Unidos. En concreto, los bosques de Oregón.
Era una operación arriesgada: hacer despegar un avión desde la cubierta de un submarino tras haber navegado desde Japón hasta la costa oeste de EE UU y sobrevolar en solitario 80 kilómetros de territorio enemigo hasta los grandes bosques del parque nacional del monte Emily. Iba a ser una respuesta al osado bombardeo de Tokio por los B-25 de Jimmy Doolittle en abril. El plan, basado en el uso agresivo de la aviación embarcada en submarinos (los japoneses eran los únicos que disponían de esa innovación: un total de 41 de sus sumergibles portaban hidroaviones desmontados y estibados en un hangar a tal efecto), lo había ideado el propio Fujita en su tiempo libre, aunque su proyecto original era atacar el canal de Panamá.
El veterano aviador se quedó de una pieza cuando en julio de 1942 fue requerido por el cuartel general de la Armada para una reunión secreta en torno a su plan en la que estaba presente nada menos que el príncipe Takamatsu, el hermano pequeño de la Sagrada Grulla, el emperador Hiro Hito (véase el libro de referencia de la aventura, The Fujita Plan, de Mark Felton, Pen & Sword, 2006). "Fujita, vamos a enviarle a bombardear el continente americano", le dijeron. A lo que el piloto contestó doblándose por la cintura con un lacónico y marcial: "¡Hai!".
Nacido en 1911, Nobuo Fujita, pequeño y nervudo, se alistó en la Armada Imperial en 1932 y, prendado de los aeroplanos y de la mística del vuelo como muchos otros jóvenes de la época, consiguió hacerse aviador de la Marina, un destino entonces exclusivísimo, una pequeña hermandad de pilotos de élite que por un tiempo reinaron en los cielos de Asia.
Aquel 9-S en la costa de Estados Unidos, tras colocarse las antiparras típicas de los pilotos japoneses en forma de ojos de gato, despegar con el buen augurio del sol naciente que se espejeaba en sus alas y escuchar los "¡banzai!" de rigor de la tripulación del I-25, Fujita y su observador, Shoji Okuda (que moriría luego durante la guerra), volaron entre neblina y lanzaron sobre un denso bosque la primera de las seis bombas de 76 kilos, que dispersaban al detonar 520 bolitas incendiarias en un área de 90 metros cuadrados. Vieron el brillo de la explosión y llamas. Vecinos del pueblecito de Brookings y guardabosques siguieron con lógica preocupación las evoluciones del avioncito japonés, y se dio la alarma, incluso al FBI. Los fuegos se extinguieron por sí mismos. Fujita volvió a atacar el día 29, esta vez de noche, con el mismo resultado. De regreso al sumergible, salieron por piernas convencidos de que habían montado una buena.
La parte bonita de la historia de Fujita viene después de la guerra (en la que continuó volando desde submarinos hasta que en 1944 le transfirieron al adiestramiento de kamikazes, un destino sin mucho futuro).
En 1997, cuando Fujita murió de cáncer de pulmón, su hija Yoriko enterró parte de sus cenizas entre los bosques que el samurái aviador quiso un día incendiar.
La siniestra Operación PX y los sumergibles portaaviones
EN UNA GRAN MATANZA COLECTIVA como fue la II Guerra Mundial, la peripecia individual de Fujita aparece como una fantástica aventura de la vieja escuela. Nos recuerda que más allá de la imagen de los soldados japoneses como una horda fanatizada y salvaje -el estereotipo, a menudo bien real, esencializado en el tokko, el ataque especial, suicida, de los enjambres de kamikazes o las manadas de kaiten (torpedos humanos)-, los militares nipones también protagonizaron lances novelescos, hazañas admirables. Es el caso del as aviador Junichi Sasai, el Richtofen de Rabaul, cinturón negro de yudo -aunque en el aire no le debía servir de mucho- que a los mandos de su Zero derribó tres P-39 estadounidenses en 20 segundos y logró ¡cinco victorias! en el mismo día sobre Guadalcanal, y además era apuesto y sensible. O el de Kanichi Kashimura, el piloto que regresó con sólo un ala (hay fotos). A esa tradición de coraje y nobleza, de aeroplanos envueltos en un ethos de bushido, en flores de cerezo y haikus, pertenece Fujita. Su aventura tiene un reverso siniestro: abrió la puerta a la Operación PX. Una flota de submarinos, incluidos los nuevos gigantes de la serie I-400, verdaderos portaaviones sumergidos equipados cada uno con tres bombarderos Aichi M6A1 Seiran, debían lanzar un ataque bacteriológico contra San Francisco con material suministrado por la unidad 731 del perverso coronel Ishii. El fin de la guerra detuvo esos y otros planes devastadores.
REPORTAJE: AVENTUREROS INSÓLITOS JACINTO ANTÓN 05/08/2007
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